No es que estuvieran enamorados,
era ese conveniente sentimiento de buscarse
que llegaba a repararlos,
a dejarles una especie de suspiro;
como cuando unían sus cuerpos y se quedaban
tan tranquilos, tan callados y tan cómplices,
tan cercano uno del otro.
No es que necesitaran de palabras para
entenderse o de hacer el amor para repararse;
era la presencia, el estirar la mano y palpar
el cuerpo del otro,
era el convenio del todo y de nada,
la facilidad para dañarse, culparse, herirse
pero también la de besarse, tocarse y mirarse,
como si fuesen la última persona que mirarían con vida.
Encontrar el martirio que el mundo encadenaba
bajo la piel del otro, era el acuerdo.
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