Los marchitos


“[…] la forma de abandonarse, de abandonar su cuerpo como un hilacho, 
a la deriva, la infinita impiedad de los seres humanos, 
la infinita impiedad de él mismo, las maldiciones de que estaba hecha su alma.”
-José Revueltas


Están heridos, están que no pueden más, les han despojado de sustancia, les han apagado el brillo en los ojos. Están sin estar, concentrados todos en una dimensión alterna, en una pesadilla de la que ni con mil baldes de agua logran despertar. 

Las penas los han arrojado por un hoyo, un hoyo negro y profundo que no parece llegar a tierra firme, están absortos y temerosos, no terminan de caer mientras el vértigo crece y crece con cada kilómetro cuesta abajo: se les anida en la boca del estómago, se les adhiere un dolor que les machaca las entrañas. Cada tramo es más oscuro y la vista no les previene de nada, no logran distinguir algún lugar para aferrarse, para clavar las uñas; les parece este un castigo eterno venido de algún circulo del infierno de Dante.

Están entumecidos y enmudecidos, ningún grito de terror que pervierta al silencio, ninguna certeza siquiera de que sigan aquí, se dejan llevar, se dejan caer por las barbas del inmensurable manifiesto de destierro que se les impone, eterno como un recuerdo pero invisible como el cuerpo del viento. 

Tienen los rostros llenos de palidez y pocas ansias de luchar contra esa fuerza que pareciera ser la misma que la de la gravedad. Están sin ánimos de aletear o de llorar y es de suma extrañeza, porque aunque sepan que con lágrimas nunca se ha resuelto nada, tienen presente que sin ellas se pudre el alma.

Ahora preferirían estar a la orilla de un río para jugar a mirar su reflejo junto al de otros, gastarse las horas en eso, haciendo un montón de caras, riendo casi que por nada; ahora no pueden, ya no recuerdan cómo hacerlo o si alguna vez lo hicieron, están arrancados de sí, en un estado hipnótico-neurótico. Chocan con otros mientras bajan, se perciben entre sí, se sienten la piel pero no hacen por tentarse, por quedarse uno junto a otro, por intentar tomar alguna mano e ir acompañados.  

Recuerdan ahora las ganas que sintieron cuando aún estaban arriba, las ganas de echarse hacia atrás y mejor decir que no, que no a la pérdida, que no a la fuente de los no deseos pero ahora están lejos como para alcanzar a tirar y subir por la cuerda del arrepentimiento. 

Están en duelo, un tanto al límite. Hay uno que logra meter la mano en un bolsillo del pantalón y encuentra una cajita de cerillos. Prender alguno: que pueda, que quiera, no se sabe; porque uno no sabe, uno nunca está cierto de en dónde van a ir a parar las ganas, en dónde van a morar los restos, en dónde y cuándo nos va a dar la gana florecer. 

"Seguir caminando", nos dejó como tarea el profe Galeano

Leí por primera vez a Eduardo Galeano cuando estudiaba la carrera, una profesora nos lo presentó con "Patas arriba: La escuela del mundo al revés", en donde a base de breves historias, el escritor relata la realidad, ésta; la misma que vivimos todos los días y que a ratos nos puede parecer cosa de ficción. El escritor introduce a sus relatos de la manera más atinada: 

"Hace ciento treinta años, después de visitar el país de las maravillas Alicia se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés. Si Alicia renaciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana.

Al fin del milenio, el mundo al revés está a la vista: es el mundo tal cual es, con la izquierda a la derecha, el ombligo en la espalda y la cabeza en los pies."

Recuerdo haber pensado que nunca antes, en todos los años de escuela alguien lo había puesto tan claro para mí, hablar sin tapujos de cómo las cosas lastimera y rabiosamente son, no sólo en América Latina sino en todo el mundo. Agradecí la existencia del libro porque fue como haberme pegado fuertemente contra la pared, un golpe que es necesario para todo aquél que se asoma a la realidad más allá de las narices y de los televisores, más allá de las calles de la colonia y de las falacias que pregonan los gobernantes.

Cuando las casualidades de la vida (y los profesores que gustan de buena literatura) te ponen en las manos lecturas diferentes del mundo, la invisible estabilidad se tambalea, porque nos enseñan desde temprana edad que nadie corre peligro si anda por los lugares correctos, sino encontramos el fango en el terreno. Cuando la curiosidad nos mueve a andar y lo encontramos, cuando nos caemos pero además descubrimos que fuera de la suciedad y de uno que otro moretón en el cuerpo no nos ha pasado nada grave, querer contarlo se vuelve un peligro para la existencia de las instituciones y los imaginarios colectivos. 
Leí por ahí una frase que dice algo así como que "en un mundo de mentiras, decir la verdad siempre será un acto revolucionario" y uno puede preguntarse cuál sería la verdad, la verdad de quién o de quiénes. Una posible respuesta sería la verdad de aquellos que cuentan la propia, que se hacen escuchar; aunque suena bien para algunos casos, estaríamos pasando por alto que existen aquellos que parecen nacer sin esa libertad, sin siquiera la libertad de tener una verdad y es por todos ellos que Eduardo Galeano escribía, que camino sin parar. Creo que él nos diría que el fango es parte del camino, nació con él y no hay porque tratar de evitarlo, hacerlo no haría que dejara de existir y siempre nos limitaría a pocos espacios para dejar huella.

Con todo lo anterior quiero decir que su literatura no sólo nos dice que si abrimos la puerta y pisamos sobre los lugares no permitidos nos daremos cuenta de que no todo es piso firme, sino que nos invita a que adoptemos la hazaña de comprobarlo por nosotros mismos para descubrir entre otras cosas, que la realidad nos rebasa y que por tanto no debe parecernos ajena, por muy cruda y amarga que esta sea hay que darle la cara, o como diría otro grande, Julio Cortázar: "hay que vivir combatiéndose"

Y bueno, pensando en ello, dejo aquí el link a la descarga de su obra para quien quiera adoptar la hazaña: 
La primer cosa que leí este lunes 13 de abril fue la noticia de su muerte, por la que no pude evitar sentirme profundamente triste y pensar que habíamos quedado, todos los latinoamericanos, un tanto huérfanos, nos quedamos sin una valiosa voz que vivía para alzarse por todos aquellos que no la tenían; luego rebobiné y llegué a la conclusión de que quedarme con ese pensamiento sería tanto como perpetuar el de que la realidad no se tambalea si caminas por los "sitios adecuados": Galeano no murió ni nos quedamos sin su voz, porque un gran escritor se queda en sus palabras y su legado.

Hacer homenaje a Galeano no significa quedarse sentado en una banca en un día soleado o entre cuatro paredes encerrado para leer todos sus libros; leer a Galeano nos compromete a la acción, a la digna acción para actuar desde todas las trincheras por la utopía colectiva de otro mundo posible, para darle la vuelta a este mundo al revés, o como él diría (muchísimo mejor expresado de lo que yo pueda hacerlo): "Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo".

Dignificar al ser humano y arrancarlo cada día de las garras de los señores del poder, esa es una tarea que este hombre nos dejó y hay que repartirse la chamba para continuarla, él ya puso su granito, empecemos a imaginar el nuestro junto al suyo.

Para cerrar comparto como reflexión pero sobre todo como dedicatoria uno de sus textos; va para todos pero especialmente para los compas mexicanos: por los tiempos difíciles que tenemos y los que nos esperan, para que no nos detengamos y sigamos caminando. 

"Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos, porque de nada sirve un diente fuera de la boca, ni un dedo fuera de la mano.

Ojalá podamos ser desobedientes, cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común.

Ojalá podamos merecer que nos llamen locos, como han sido llamadas locas las Madres de Plaza de Mayo, por cometer la locura de negarnos a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria.

Ojalá podamos ser tan porfiados para seguir creyendo, contra toda evidencia, que la condición humana vale la pena, porque hemos sido mal hechos, pero no estamos terminados.

Ojalá podamos ser capaces de seguir caminando los caminos del viento, a pesar de las caídas y las traiciones y las derrotas, porque la historia continúa, más allá de nosotros, y cuando ella dice adiós, está diciendo: hasta luego.

Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo”


Documentos


Me puse a ordenar la pila de documentos que vomitaban en mi escritorio y que ya estorbaban la visión de la pantalla de la computadora, los dejé que se amontonaran- supongo- porque había espacio suficiente y además quería tenerlos a la mano por cualquier ocasión en que me fuesen solicitados, así no tendría que hurgar en los otros dos lugares de la casa donde guardo todo tipo de papeles que son más viejos aún, que han perdido vigencia y utilidad pero no por ello importancia. 

No hace falta escribir una lista de razones para dejar que los documentos se acumulen en los espacios de uso cotidiano si se tiene presente que a la gran mayoría de los lugares a los que vamos y en los que nos movemos, sólo se tiene acceso mediante aquellos papeles y credenciales que nos identifican, que contienen los datos necesarios que le hacen posible a otro nombrarnos y reconocernos: "El papelito habla", suelen decir, y a su vez nosotros dejamos que hable por nosotros. Visto de esta forma (a la que no pude evitar llegar), me parece una tragedia, una barbarie incontrolable que me hizo preguntarme en qué término queda la palabra cuando esta se encuentra comprometida a un pedazo de papel, cuando de él depende que no seamos tomados por farsantes, mentirosos, locos o impostores. 

Es como si estuviéramos atrapados en cada uno de los cuatro lados de un oficio, un informe o un diploma; es en estas demarcaciones, en esta burocracia de papeleo de donde cuelga nuestra visibilidad, de la que depende que seamos cuerdos y calificados para ciertos trabajos, que dan testimonio de que tenemos un nombre, una dirección o que poseemos buena o mala salud; es eso lo que dicen de nosotros y es lo que los otros toman de uno. Mis padres colocaron mi título universitario en la sala de la casa, sé que están orgullosos de ello pero sé también que esa hoja enmarcada no soy yo, no me representa y no dice mucho de mí. 

¿Cómo hacer para que antes que el documento sea verídica la mirada o la palabra?, ¿cómo lograr que de ello no dependa la imagen que de mí se hace otro, ese otro que siempre parece tener necesidad de revisar, validar y comprobar mis documentos? 
¡Nada!, una lucha diaria, una tarea constante para que los actos y las palabras estén por encima de estas cosas que puedo quemar para que no se sepa mi identidad, porque no es posible que valgan más, que tengan la última y también la primer palabra. Si bien ambos, tanto la palabra como el papel son efímeros, no debíamos construirnos bajo techos materiales.
Lo que digo no significa que esté necesitada de ser reconocida o que esté pidiendo a gritos que sólo haya buenas referencias de mí, que quiero que los demás me vean con buenos ojos, es que en ese momento en que estuve rodeada de sin fin de carpetas, de hojas sueltas y engargoladas, reconocí cierto miedo y repugnancia al mirarme como un número de registro, un número de turno, una hoja sellada y firmada.

Hallé documentos escolares, recibos de luz, millones de copias del acta de nacimiento, del curp, una pila de currículums impresos que bien tapizarían las cuatro paredes de la recámara, millones de hojas basura que había estado rehusando tirar por desidia, por evitar deshacerme de cosas al calor de un momento del que tal vez después llegara a arrepentirme, porque luego- pensaba- tal vez luego, los necesite- pero habían estado ahí cerca de tres o cuatro años acumulándose, aumentando la pila, recordándome que para ciertas cosas en esta vida se requiere de un trámite.

Primero separé aquellos que decidí que aún debo tener de los que ya carecen de razón de ser, también dejé aquellos en los que gasté varias horas o días de mi vida dedicada a obtenerlos; al final no me sorprendió que la pila mayor fuera la de los documentos inservibles, los que sólo me "enchinchaban"; me detuve en aquellos en donde había anotado citas de libros, también los tiré pero no los rompí, pensé que tal vez alguien los hallaría. Por lo menos había encontrado entre todos los papeles esta idea romántica para entretenerme.

-Documentación, documento, documentar, docs: para actos, fechas, conclusiones, eventos y sucesos- dije mientras rompía en pedacitos y con todo placer los inservibles. ¿Qué o quiénes somos sin documentos, si hasta la muerte y la vida deben quedar registradas? me lamento por esa omnipresente definición burocrática de nosotros, de la que hasta los animales no se salvan. Pienso en los tantos días gastados en obtener documentos que luego quedarán archivados en viejas cajas de oficinas gubernamentales formando parte del archivo muerto, como muerto también lo estará uno; es así como es, es así como funciona.

Al enfrentar todos esos papeles me pareció que también enfrentaba la definición que ellos hacían de mí, lo que querían decir de mí y que otros toman. Lo vi como un ring de lucha libre, en donde en una esquina está ese que los documentos dicen que somos y en la otra el que en realidad somos; aunque nunca sepamos bien quién es ese que somos, le voy en todo momento a este último porque siempre será el más real.

Terminando de separar, romper y limpiar, me quedé con muy pocas carpetas sobre el escritorio, están sólo los documentos que aún considero prudente que se queden. Habrá que ver qué tanto comprometí mi existencia allá afuera.