Un cronopio

Yo conozco un cronopio, 
un tipo que me habló de la lluvia, 
de la mirada de un niño mendigo 
y de un hombre enamorado de la Maga.

Amante de las cosas pequeñas,

de las que son insignificantes a la prisa del mundo.

Encontrarse con él es armarse ligaduras, 

de esas que ni un buen hacedor de nudos 
sabría deshacer,
se va armando un nudito con conversaciones, 
que de tiempo y espacio, saben realmente rumores.

Nada es la vida y la muerte en los desvelos con Julio;

somos dos existencias equidistantes
prescindiendo de ademanes y lugares,  
porque es tan usual hallarlo en la rayuela, 
en una pipa o un poema,
en el silencio, en los amantes 
o en una banca de parque.

Julio es un abrazo y un refugio, 

una bofetada de reconciliación,
un árbol para trepar cuando el mundo 
tangible me quiere tragar,
el escondite secreto del terremoto de
lo efímero y material.
Torbellino enardecedor, 
porque cuando pienso en él, oigo su voz 
y sus palabras tienen adheridas esa
inconfundible acentuación.

"Hay que vivir combatiéndose", me dice,

y no hay más que escucharle para 
que mi melancolía cruja y mis sueños se aturdan.

Tal vez jamás nadie crea la existencia de tal hombre, 
pero basta asomarse a los compases de un buen jazz
para poder encontrarlo, para poder reflejarse 
en sus ojos claros que involuntariamente saben conjugarlo.

"Che, hay que vivir combatiéndose, es la ley",
me repite el enormísimo cronopio;
de quien cada día escucho historias sobre 
como exiliado de una patria encontró muchas más.

Un cronopio que de oficio es escribidor en los ruidos del viento, y que asegura este sólo se realiza al compás de contratiempo.




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