Nos acoplamos entre pausas y fatigas,
estamos confinados,
quietos frente al acantilado del mundo,
un silencio que emana del todo y otro más de la nada,
palabras retrasadas, palabras escondidas que no
pueden ser dichas.
Ocupo la habitación contigua a la que hospeda
a la fantasía, esa que seca las ganas de instinto
irracional para no construir paredes que puedan lacerar.
Por eso se llama deseo, algo que camina
de pies a cabeza y uno no logra conciliar.
Algún día no habrá más que hojas secas,
algún día una tumba clandestina y un pequeño
epitafio testigo puede ser todo lo que quede del amor,
por eso ato con cuerda mi veneno cuando
acechan el tiempo y los años,
hay tantas veces que accedo a soltarlo,
pero regresa sin siquiera provocarlo.
¿Es eso el signo de la pertenencia?,
aquello me susurra que puede tratarse de mi morada.
Acaricio el recuerdo de lo no sucedido,
la memoria de inventivas escenas como piezas de anecdotario.
Quizás no tenga las agallas y la fuerza para hacerme
llevar por ellas,
quizás las hundo en lo más recóndito de mi despistada presencia,
pero no por ello no quisiera que salieran,
que fueran.
Sostengo que no tengo más que una vehemente imagen
del pasado, un semblante de la existencia,
y de eso me construyo indefectibles creencias...
lo veo, tal vez, pueda ser.
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