Parece que se aferra al respaldo, al suelo y al día para estar a salvo; se hizo un cobijo del mundo con un pedacito del mismo, y lo nominó lugar de trabajo.
Le da lo mismo si alguien se sienta a su lado a ser compañero de la misma actividad, o si le preguntan la hora o le tratan de conversar, puesto que nada puede interrumpir y cortar la tarea, todo es una posibilidad de hilvanar y formar la ciudad; de cambiar nombres, de colocar sonidos por acá e imágenes por allá.
No precisa que los demás lo vean para que él vea a los demás. Minuciosa actividad es la de fantasear, se requiere armonía, poder desarmar todo y acomodar las piezas como mejor parezca, pero que convengan y favorezcan al paisaje.
Por eso Don Lino dedica la mayor parte de su tiempo a ello, es sólo por las noches que se marcha, para regresar muy temprano a mirar gente, a continuar con su lectura, alimentar a las palomas, hacerse de memorias para coserlas con diferentes colores y texturas.
Si tan sólo lo vieran, se dedica al más bonito oficio; desde ahí se formula los eventos, atrapa conversaciones y teje con hebra las historias: Recorta la plática de una pareja y la pega a otra, extrae la risa de una niña y se la coloca a un hombre mayor. A una mujer le tiñó el cabello de verde fulgor.
Está armando la leyenda: inventa las posibilidades de las personas en las calles y de las calles en las personas, al final del día, tiene un nuevo capítulo de la obra.
Es el hacedor de la ciudad, la extrae y la vuelve a armar, el imaginante, el extraño que no necesita indagar nada para imaginarlo todo y un poquito más.
Se pregunta si a la chica que pasea al perro, le gustará el nuevo vestuario y la gran estatura que le acaba de colocar. Casi que está mirando la reacción del señor del carrito de los helados al oír la melodía que ahora le anuncia, y que hasta hace un momento era la del cilindrero de la esquina. El niño que anda en patines y que ahora recorre veloz sobre las ruedas de la pequeña bicicleta de la niña de trenzas. Toma los sabores del carrito de helados...
el color del cielo ya es del color de un helado de nuez.
¿Qué sería de la ciudad sin su hacedor?
Espero que ni un día llegue a faltar, porque de ser así todo estará tan matizadamente sobrio, tan extrañadamente igual, está claro que tanta usualidad nos llegaría a fatigar.
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