Él no era el tipo de hombre que provocara arrebatos pasajeros, era el tipo de hombre en el que deseabas mirarte hora tras hora en la inmensidad de sus ojos, reposar en sus labios sin importar el tiempo, sin importar si en ellos llegaba el mañana; tomar su mano y poblar el silencio de aquel espacio que lo refugiaba.
Había una frontera entre él y el mundo, una frontera que no me costaba cruzar sabiendo que mi travesía tenía como recompensa grabar su olor en mi cuerpo.
Pocas cosas nos dijimos, las mayores confidencias las hacían sus pasos por la pieza y la ventana empañada de su respiración. Su voz se regaba en la cama, en el techo de la casa y en las letras con las que regalaba sentido a una pequeña libreta; secar su llanto algunas noches llenaba el espacio con la más honda tristeza, era un niño entre mis brazos.
La soledad fue siempre su fiel compañera y por eso aprendí a convivir con ella.
Me sorprendí amándole hasta la médula, me sorprendí enamorada del muchacho taciturno con aires de otro siglo; llegué a pensar que era probable que viniera de otro tiempo. Reinventar la lluvia y los días en casa, reinventar un ave en su mirada.
El día que se fue las paredes comenzaron a desaparecer y su imagen en la ventana fue demolida mientras le confesaba
-no te olvidaré- su olor a lima, las pocas veces que vi su sonrisa. Procedí a reconstruirlo en mis recuerdos. Él no era el tipo de hombre que provocara llantos, era el tipo de hombre que causaba poemas.
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