La fogata

Frente a una fogata que dejaba cenizas en la madrugada 
del 1 de enero del 2015,
mi padre reconoció cómo es que pasa el tiempo, 
cómo los años nos revuelcan y nos regurgitan en el rostro, 
nos dan estos días en que contemplamos la partida de otros 
y los recordamos como fotografías viejas en la memoria. 

Recordó cuando yo tenía unos 5 años y él jugaba 
en esa misma casa con los tíos maternos y mi abuelo a la rayuela, 
ahí donde ya se levanta un muro y un mugriento perro 
negro pasea de un lado a otro del pequeño patio. 

Conservo vagas imágenes de eso 
pero no las recordaba hasta que él las mencionó, 
son como piezas perdidas de un rompecabezas  
que ha estado incompleto y guardado por años. 
En realidad casi no recuerdo nada de mi niñez,
por eso mientras él habla todo lo que hay en mi mente 
parecen ser escenas cortas de diferentes películas.
Reconozco que la mayoría de las personas 
tiene buenas anécdotas, las mías son pobres y algunas 
se me tienen que relatar como una historia para 
acordarme de que sucedieron. Entre las malas memorias, 
la mía es la única que no tiene salvación.
     
Mi padre comenzó a hablar de algunos momentos 
como si los invocara, como si quisiera que al recordarlos 
volviéramos a colarnos en ellos a perpetuidad. 
Bendita ficción, nos ha dejado con las ganas de que exista 
una máquina del tiempo, porque en realidad hubo un tiempo
en el que todo parecía que no terminaría y ahora que hemos 
crecido es todo como es, un espasmo incontrolable, 
una nostalgia que apenas si tiene oportunidad de nacer.

Comprendí que el tiempo es un monstruo devorador 
con el que me he estado rehusado a intimar y aquella fogata 
en donde ardían viejos trozos de tarima,
era la gran metáfora de nosotros mismos. 

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