“Es una vieja costumbre de la humanidad ésa de pasar al lado de los muertos y no verlos.”
— José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
-Acompáñeme a mi funeral, señorita, no quisiera estar solo.
-No se vaya todavía, ¿que no le gustó estar aquí?
-Mmm, pues le diré, de veces si y otras la verdad que no, aunque son más los si que los no, pero no es eso, lo que pasa es que a cada quien le llega la hora de partir y sin siquiera presentirlo llegó la mía; la cosa es que me da miedo irme al otro mundo y desaparecer así tan de repente del de los vivos. Sé que ya no tengo opción, pero me gustaría que alguien vivo me despidiera. Las viejitas que no faltan a misa, el enterrador y el cura que va a darme pese a mi voluntad el último sacramento no cuentan, son personas que ya están acostumbradas a convivir con la muerte.
Soy solo, he estado solo la mayor parte de mi vida, enviudé hace 10 años y no tuve hijos, no tengo parientes y mucho menos amigos cercanos, usted comprende. Soy yo mismo a quien debe darse el pésame y también la despedida.
-Si, creo comprender y no quisiera entrometerme en sus asuntos, por eso no le voy a preguntar más.
-No, no, no ¡pregunte, pregunte!, no se inhiba, al cabo que yo tengo todo el tiempo del mundo y no importa si llegamos tarde a mi funeral, no puede empezar sin el difunto presente, ¿que no?
-Bueno, ya que usted me lo permite, ¿cómo es que se fue?, ¿porqué va rumbo al camino de los muertos?
- Ahora verá, lo último que recuerdo es que estaba recostado en mi cama ya cerca de la media noche y sin sueño, contemplando la foto de mi Carmen y hablándole como si estuviera a mi lado; lo hago en las noches en que me pesa demasiado su ausencia, pero como la edad me convirtió en un viejo achacoso, de todos los males que tenía uno me ganó la partida, no sé decirle cuál.
Por eso yo quería buscar a algún vivo que pudiera atestiguar que pasé por aquí y siquiera invocar el sentimiento de extrañar, sé que usted no lo va a sentir pero quería ver si algo último podía andar rondando el aire que me va a enterrar con todo y lo que fui, con todo y mi historia, que no es mayor ni mejor a la de cualquier hombre pero que en todo caso fue.
¡Aaay señorita! dígame si no es en estos casos cuando a uno le viene de golpe recordar que el olvido y el tiempo van de la mano, porque ya muerto uno se convierte en un fantasma, y no me refiero a las apariciones que dice la gente que asustan ¡no!, sino al recuerdo en el que uno se transforma en la memoria de otro, exactamente lo que no seré.
-Ya me ha puesto a pensar usted, ¿habrá alguna línea divisora entre la soledad al estar vivo y la soledad de cuando muerto?
-Yo espero que si porque la soledad en vida ya la conozco, es bien canija, bella pero canija. De primero es como un perro rabioso que tiene el hocico pegado a la pierna de uno noche y día, pero luego que se le da de comer y se le domestica se vuelve un compañero. Se le pone una correa para que ya no se vaya; porque luego uno ya no quiere que se vaya; sabe ganar terreno hasta olvidar que está gravemente contagiado pero se le va conociendo hasta caer en la cuenta de que él es más que su rabia. Para vivir con la soledad hay que reconocer eso, es más de lo que dicen que es. Que nadie quiera venir a contarle de ella, déjela que venga y se le pegue.
-¡Uuuy señor! si le contara. La he traído pegada desde siempre, tal vez desde mi nacimiento, como eso que dicen de "la torta bajo el brazo", algunos traen buen augurio pero yo la traía a ella. Primero me partía en dos de la tristeza, la consideraba una pena, un calvario que tenía que llevar por algo que tal vez hice en otra vida, pero luego que la fui escuchando comprendí que en realidad es una parte mía, que no puedo andar sin ella; para mí no es el perro, es la pierna a la que este se aferra. Por eso no la veo como cosa mala, al contrario, me es indispensable.
-De veras que la ha conocido bien, eh. La soledad no es una maldad ni un castigo, es una compañera de vida y pues… de la soledad al estar muerto no sé decirle porque ahora está usted aquí y no he tenido un momento de soledad desde que morí, pero supongo que eso es cosa que cada uno tiene que averiguar en su momento.
-Oiga, ¿y por qué yo?, ¿por qué me eligió para acompañarlo?
-Siendo sincero, pudo haber sido cualquier otra persona pero usted venía pasando al momento en que me ponían estas últimas ropas. ¡No me lo vaya tomar a mal, por favor!; lo que pasa es que aprovechando que en tanto tiempo no me había visto tan pulcro, me permití pedírselo a usted. Quien mejor que una mujer para acompañar a un hombre al que ya no le queda nada más que sus restos. Además piénselo, quedamos a mano, porque al darme usted la despedida atestigua mi existencia y ya que no nos conocemos no seré ningún fantasma que estará rondándola, no me verá en ninguna parte.
-Bueno, no sé si pudiera decirse del todo así, ¿sería mucho pedirle que de vez en cuando me deje traerlo a mis pensamientos? No todos los días despido a alguien en estos términos y me agradaría acordarme de usted de vez en cuando.
-Si usted quiere, yo no tengo ningún inconveniente, al contrario, me va a permitir ser el tipo de muerto que no pensé que sería, uno recordado. Pero recuerde que si es difícil ahuyentar los recuerdos de un vivo cuando uno ya no los quiere, los de un muerto rara vez desaparecen.
-Y a todo esto, ¿dejo usted algún testamento, algún último deseo que le haya quedado pendiente en vida? ya sé que no tenía a nadie pero si no tuvo ni tiempo de pedir el favor puedo hacerlo yo con gusto, quisiera hacerlo en todo caso.
-No, en realidad sólo me hacía falta esto, no quería que el proceso de irme fuera más prematuro en mi caso, porque a veces hasta yo mismo dudaba de mi existencia en los últimos años, pero creo que el poder decirle adiós a alguien me hace más visible de lo que era en ese entonces. Irse de la vida cuando no hay nada particular por lo que ser recordado ni nadie que lo recuerde a uno es como no haber venido y en todo caso la tumba no es un buen testimonio. Las despedidas son lo mejor en estos casos para poder decir: “ya me fui, pero si vine.”