A Ingrid
Ella tenía un huequito en medio del pecho que iba haciéndose orificio de tremendas dimensiones. Como cuando la punta de un lápiz pasa por la goma de borrar, la perfora y la convierte, la deja siendo una goma diferente a la inicial.
Al principio no había opción, pánico y terror le apretaban las costillas al sentirlo agrandarse, haciéndose más hondo y perforando las capas, ahondando en los cortes y en los lugares que ni ella misma se sabía. A veces el hueco le impedía recordar que tenía órganos vitales, sentía que era la única vía por la cual podía respirar.
Le era ya natural sentir resquebrajarse en plena calle a medio día o mientras digería la cena y estaba a punto de dormir; era un dolor intenso o un cosquilleo que la hacía reír no sólo por el resto del día sino de la semana entera.
Había días en que olvidaba que estaba ahí
¡vaya utilidad la de las ropas!, además de vestir tienen la facultad de ocultar.
Se mantenía como si nada, haciendo lo que tenía que hacer, caminando despreocupada o con la mente en otras contingencias de lo habitual; y era entonces, sólo entonces que empezaban los síntomas, su predecible pálpito. Parecía que de esa forma el hueco despertaba y comenzaba a funcionar, en cuanto ella lo olvidaba, el mecanismo se activaba y empezaba a agrandar.
¡Pobre chiquilla!, un hueco fue a heredar. Le había venido de familia, sus antecesoras habían nacido con uno exactamente a la mitad del pecho: ni más a la izquierda ni más a la derecha, ni más abajo o más arriba, eran las proporciones las que se mantenían, lo que variaba era la profundidad; eso dependía de la mujer que lo tenía y su particularidad.
Un día en donde nada particular pasaba, le dieron ganas de viajar, irse a otro lugar y probar nuevos aires para averiguar si el estado actual de su pecho podía cambiar. Así fue como escapó al mar, no había nada más que podía desear que estar allá, contemplando las olas y su indomable inmensidad.
Recostada en la arena vio a un hombre pasar, paseaba por la orilla de la playa llevando un carrito con montones de cosas raras de las que a simple vista no se adivinaba la utilidad. Entre todas ellas distinguió una cocha de mar, no sabía por qué pero llamó su atención; la cogió y la miró fijamente por un buen rato, algo había en ella que le causaba arrebato.
Se la colocó en la oreja izquierda y lo impredecible comenzó a pasar:
Su hueco se llenó de la misma materia de la cual está hecha el mar, y ella sintió como una parte perdida regresaba a su lugar.
Se dio cuenta, no había que ocultarlo, sólo había que llenarlo. El mar le pintaba el hueco, el hueco se llenaba con mar.
Halló su lugar, el orificio la había llevado. Había encontrado su hogar y por eso, ahí, el resto de los días decidió habitar.
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