A la memoria de Juana
Benítez
Tengo bien fresco en la
mente el día en que mi Avelina se fue, aquel día sentí que me dejaban venir
contra el cuerpo un machete que me cortaba en pedacitos y para mantenerlos
frescos fui a hacérmelos arder en pulque y mezcal, me ahogué en la pena hasta
que sentí que se hacía una costra dentro mío, una que aquí sigue, aquí la he
sentido todititos los días desde que se me murió.
Avelina tenía días quéjese y
quéjese de dolores en el estómago, se había tomado algunos menjurjes que le dio
la curandera del pueblo pero no le hicieron efecto, mejor me la llevé con el
doctor el día en que se agravó y no pudo levantarse de la cama; ella estaba sin
moverse, con la mirada perdida hacia el techo y sudando frío, la cargué como
pude y la subí al burro. Me dio escalofríos tan sólo de pensar en el viaje que
nos esperaba, desde aquí, en Copala, hay que andar cerca de cinco horas para
poder llegar a la zona donde el doctor, en estos lugares nos sanamos con
remedios y hierbas pero a ella eso ya no le servía.
Su hermana Justina salió
corriendo de su jacal cuando la vio como desmayada y me pidió que la dejara
acompañarme, anduvimos pues cerca de dos horas lo más a prisa que se podía,
hacía un viento muy fuerte, levantaba el polvo y no nos dejaba ver bien el
camino, que para tan entrada la madrugada como estaba, no había rastro alguno
de gente, sólo nos acompañaba la negrura de la noche y el ruido del aire
chocando con todo a su paso. Yo sentía como que una cosa maligna nos seguía, le
arrebataba la vida de poquito en poquito a mi Avelina, y me asusté.
Justina iba trepada en el
burro abrazando fuertemente a Avelina, había pasado ya un buen rato desde que
la oímos lanzar un quejido y cuando ella se dio cuenta, me dijo- Detente
poquito, la quiero tentar.
Nos orillamos hacia una
piedra grande atajándonos de la polvadera y ahí Justina extendió su rebozo para
taparla, el calor se escapaba del cuerpo de Avelina y yo en ese momento quería
que me salieran alas para poder llevarla cargando, quería con todas mis fuerzas
que estuviéramos con el doctor en un santiamén. Me puse cerquita de ella para
mirarla y le acaricié la cara, ella hizo muchos esfuerzos por abrir los ojos
hasta que lo logró, me miró bien fijo con esos enormes candiles que tenía y
supe que quería decirme algo, trató de acercarme con su mano y una vez mi oreja
estuvo pegada a su boca, me murmuró algo que no entendí, estaba muy débil como
para poder siquiera pronunciar palabra, hizo el esfuerzo por volver a decírmelo
pero la detuve, no quería que se fatigara más.
Entonces Justina la cubrió
rápidamente mientras me decía:
-¡Hilario, apúrate, apúrate
que se nos enfría!- le tocó la cara con sus manos como reconociéndola, como
grabándosela en los dedos. Buscando una señal de vida, se pegó a su pecho y la
zarandeo fuerte, aferrándose al cuerpo como si fuera una extremidad que habían
cortado del suyo; la tocaba como si con sus manos buscara pasarle vida, como si
aquello pudiera lograr que se moviera, que volviera a escuchar su nombre de
esos labios que tomaban un color morado más intenso con el paso de las horas.
Ya no podía ser de otra
forma, una hora después Avelina se nos había ido, se había fugado al lugar al
que nos habíamos prometido ir juntos, o uno seguido del otro sin tanto tiempo
de distancia. No nos quedó más que regresar al pueblo y darle cristiana
sepultura en el terreno de sus abuelos, un lugar lleno de girasoles que parecen
miles de soles haciendo la danza del viento. Justina dice que le recuerdan a
las dos cuando chiquillas corriendo tras las lagartijas y arreando los
borregos, es una tierra que desde antes de que nacieran les fue prometida en
herencia y que ahora, como estaba previsto ya desde ese entonces, le pertenece
a Avelina por el hecho de habitar allí por siempre su recuerdo.
Durante meses no pude dejar
de llorarla, se me llegó a figurar que aquel dolor era también ella, era su
presencia viva en la mía y una forma de tenerla conmigo.
Esperé el 2 de noviembre
como pocas cosas he querido esperar desde que tengo memoria, el pueblo entero
se viste de fiesta y de muchos olores, hay recuerdos que salen cada año
trayendo consigo a aquellos que yacen bajo tierra, sacamos fotografías viejas,
luces y banquetes para deleitar a nuestros invitados del más allá. En casa, con
ayuda de mis hijos, armé una ofrenda para Avelina, contenía, aunque
humildemente, todo lo que a ella le gustaba, mi pensamiento era que cuando ella
viniera, la pasara muy contenta entre nosotros. Agustina mi hija, me platicó
que la soñó pidiéndole que le hiciera un mole rojo con pollo, así que trajo una
cazuela repleta del exquisito platillo y un montón de flores de cempasúchil que
dieron color y aromatizaron toda la casa, mi hijo Aureliano y su esposa
trajeron veladoras, pan y champurrado; yo por mi parte coloqué una cruz, su
foto en el centro y un par de aretes que se ponía en los días de fiesta, sabía
que le gustaría verlos de nuevo.
Cerca de la media noche, la
gente se retiraba a dormir, una a una se iban apagando las luces dentro de los
jacales y ya pocos éramos los que quedábamos platicando mientras tomábamos buen
pulque. Mis hijos se despidieron y pronto me quedé solo, me fui a acostar pero
no podía dormir, o más bien no quería dormir, tenía en la mente un revoltijo de
pensamientos: mis deberes del día siguiente se enmarañaban con mis recuerdos de
la presencia de Avelina en la casa; cuando cocinaba, cuando se sentaba a tejer,
cuando daba de comer a las gallinas, cuando trenzaba su cabello y sonreía,
todas esas imágenes me andaban dando vuelta en la cabeza y creo que fueron las
que la llamaron.
Empezaba a quedarme bien
dormido cuando oí ruidos en la cocina, miré hacia allá y la luz de las
veladoras reflejaban una sombra en las paredes, imaginé que algún maldoso
hombre se había metido a tomar las cosas de la ofrenda, así que levantándome
muy despacio tomé el cuchillo que guardo a lado de mi cama para prevenirme de
estas cosas y me moví sin hacer ruido para sorprender al ratero.
Mis ojos se abrieron bien
grandes y los pies me empezaron a tambalear cuando miré a Avelina parada frente
al espejo de la mesita contemplando su reflejo mientras se ponía los aretes, tenía
el mismo largo cabello negro que empezaba a llenarse de canas, tal como lo
recordaba; la misma piel, los mismos labios, era como si el tiempo se hubiese
detenido en ella. El cuchillo se me fue resbalando de las manos como si tuviera
mantequilla y me fui acercando; ella se dio la vuelta y me miró dulcemente, me
sonrió mientras caminaba hacia a mi diciendo:
- Te he extrañado, viejo- yo la
abracé muy fuerte y le respondí- Y yo a ti, mi Avelina, yo a ti.
Pasamos el resto de la noche
tomando atole y trayendo a colación el pasado, nos acordamos de buenos
momentos, le enseñé qué tanto han crecido sus plantas, la llevé a que escuchara
a sus pájaros para que viera que tienen el mismo trinar de siempre, el que
tanto le gustaba escuchar en las mañanas. Sin darnos cuenta ya eran las cinco
de la mañana, ella echó un vistazo al cielo y por la mirada que puso, supe que tenía
que irse, le agarré la mano y le pedí que regresara, que no me dejara tanto
tiempo solo, ella dijo:
-Aunque no me veas como ahora, cuido de ustedes y de
nuestra cosecha de trigo, estoy encargada de que tu trabajo dé frutos y siga
fuerte. Aunque descanso entre los girasoles, el alma de quien se va reclama
regresar al hogar, al centro de la existencia. Cada que veas que el viento
sopla fuerte entre el trigo, estoy aquí, entre nuestra herencia, entre nuestra
tierra y el trabajo que algún día será de nuestros nietos.
Desde entones cada año la
espero con fervor, ella viene y me platica cómo estará la cosecha durante todo
el año y qué hay que hacer para mantenerla; yo sigo sus indicaciones al pie de
letra y todo va bien. Cada 2 de noviembre viene a platicar conmigo, bebemos un
trago, bailamos un poco y me deja contento. La última vez me aseguró que ya falta
poquito para que no haya más despedidas, que ya merito vendremos juntos a
visitar a los hijos y a los nietos, no me dijo cuándo pero sé en el corazón,
que será pronto.
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